Recuerdan los más veteranos los tiempos en los que, a las puertas Banco de España, llegaban a congregarse hasta doscientos limpiabotas dispuestos a sacar el mayor lustro posible a los zapatos que se paseaban por Madrid. Con o sin conversación, eso quedaba a lección del cliente. Fueron un gremio tan importante que incluso tuvieron su propio sindicato e incluso patrona, la Virgen de la Concepción. Pero las modas, los hábitos y los tiempos, o puede que un poco todo, fueron cambiado. Y los limpiabotas, sus banquetas y sus cepillos se fueron extinguiendo de las calles de la capital. Se evaporaron de forma silenciosa, sin que nadie reparase en ello.

Hoy, con suerte, se puede ver a un par de limpiabotas afincados en los números impares de Gran Vía, casi llegando a Callao, ofreciendo sus servicios al transeúnte que lo desee. 



En este bonito recuerdo, con olor a betún, uno de aquellos limpiabotas mima con delicadeza los zapatos de un niño. Una secuencia de la que sólo parece percatarse un elegantísimo señor que mira orgulloso —¿quizás su padre?—, el fotógrafo y, casi un siglo después, nosotros.